La medida del tiempo en las culturas mesoamericanas

En las culturas de Mesoamérica, es decir, de lo que actualmente conforma el sur de México y los países de Centroamérica, la práctica de la astronomía era extremadamente importante. Los dioses están presentes en sus concepciones astronómicas y en el orden del Universo. El tiempo es un factor omnipresente en sus cosmologías la elaboración de sus complejos calendarios demuestra la preocupación por capturar su esencia.

Es común encontrar separadas en muchas investigaciones la descripción de las astronomías de los pueblos maya y azteca, por lo que es interesante destacar que en el origen de estas culturas, en algún momento del primer milenio antes de Cristo, se fraguó una de las formas más singulares de entender y medir el tiempo.

Este sistema se basaba en el discurrir continuo, y en paralelo, de dos calendarios diferentes, uno de 260 días, llamado Tzol-kin dentro del ámbito de la cultura maya y Tonalpohualli por los aztecas (o méxicas, como también se les llama), y otro de 365 días, llamado Haab por los mayas yucatecos y Xiuhpohualli por los aztecas. Cuando los españoles llegaron a principios del siglo XVI, ambos se usaban en una muy extensa región que iba desde el altiplano en México hasta las selvas de Honduras y El Salvador, y estaban presentes tanto en las estelas de la cultura maya clásica como en la cultura azteca de la época de la conquista.
El uso de un mismo calendario y de su difusión en grandes áreas geográficas y en una amplia banda temporal es uno de los referentes del área cultural a la que se denomina hoy Mesoamérica en la literatura especializada.

El calendario de 260 días era un calendario ritual, dedicado casi exclusivamente para fines astrológicos, puesto que su uso continuado para razones prácticas, como el control de las estaciones o de los periodos agrícolas, era obviamente inútil. Contaba de una sucesión continua de 20 días, cada uno caracterizado con un símbolo, en 13 periodos ordenados sucesivamente, de modo que cada día era representado por un numeral y un símbolo. Los símbolos eran ligeramente distintos en los calendarios maya y azteca, e incluían animales (jaguar, mono, cocodrilo, serpiente), objetos (cuchillo pedernal, casa, cera), fenómenos naturales (viento, noche, inundación, lluvia), plantas (maíz, caña, hierba, flor) y conceptos más trascendentes como «muerte» y «movimiento». En el calendario maya, el octavo día, Lamat, lleva el símbolo del «Lucero del Alba», es decir, Venus, que tuvo gran importancia tanto en esa cultura como en la azteca.

Existen varias hipótesis acerca del origen de ese número de días, 260, en este calendario. Una muy interesante es que este calendario se pudo crear en una zona en el que los días del paso del Sol por el zenit (29 de abril y 13 de agosto según nuestro calendario) dividen el año en dos partes desiguales de 260 y 104 días respectivamente. Esto ocurre en lugares cercanos al paralelo 15° N. Izapa, uno de los lugares emblemáticos del periodo preclásico de los mayas, estaba situada muy cerca de esa latitud.

El segundo calendario, que servía para medir el tiempo de una forma práctica, era un calendario solar de 365 días, formado por 18 meses de 20 días cada uno, más un mes corto de cinco días adicionales. Un sencillo cálculo permite deducir que el ciclo de los dos calendarios discurriendo en paralelo volvía a coincidir cada 73 años rituales o 52 años solares. Este periodo fue famoso en las culturas mesoamericanas y los aztecas lo denominaron «gavilla de años» conmemorándolo con una ceremonia de encendido del «Fuego Nuevo». El calendario solar, de una forma similar a lo
que sucedía con el calendario egipcio, se iba desfasando poco a poco con respecto a la llegada de las estaciones. Se han sugerido varias hipótesis, como por ejemplo el añadir días adicionales sin nombre o el establecimiento de un calendario regido por eventos astronómicos particulares, como los ortos y ocasos de estrellas brillantes, el paso del sol por el zenit, los solsticios y los equinoccios; sin embargo, aunque hay algunos vestigios etnográficos y arqueológicos apuntando a las dos posibilidades, no existe ninguna prueba fehaciente que favorezca de manera rotunda una de las dos opciones.

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