Los primeros calendarios

El hombre primitivo, al relacionar los sucesos que acontecen en su vida cotidiana con los cambios que se producen en el cielo, convierte al Sol, la Luna y las estrellas en sus primeros calendarios.
El Sol le sirve para medir el momento del día en que se encuentra. Las sombras de los objetos decrecen durante el día a medida que el Sol sube desde el horizonte, hasta que se encuentra en su posición más alta; a partir de ese momento las sombras comienzan de nuevo a crecer. Con este simple procedimiento puede saber la hora del día, viendo el tipo de sombra que produce un objeto debido a la luz del Sol. La Luna le permite controlar periodos de tiempo más largos. La observación de las diferentes fases de la Luna y su repetición en el tiempo, le hace posible relacionar estos periodos más largos con otros sucesos de mayor duración o cuya incidencia temporal es más larga. Hay incluso algunas investigaciones que aseguran que las apariciones de determinadas estrellas por el horizonte, justo después de la puesta del Sol o bien antes del amanecer, eran también utilizadas como indicadores para la medida del tiempo.

Los hombres primitivos son capaces de diferenciar sucesos que llegan a durar, como mucho, días o semanas, es decir, que son limitados en el tiempo (lluvias, nubes, vientos, tormentas) y que ocurren de forma irregular, de otros que se repiten incesantemente, como el comportamiento del Sol y de la Luna, las estaciones o la persistencia del movimiento de las estrellas. Resulta asombroso pensar que hace unos 30.000 años el hombre ya tiene conciencia del ciclo de la Luna, de la cual apunta sus épocas de invisibilidad, y sabe de sus fases cambiantes, lo que aprovecha para contar los días; o sobre la alternancia de las estaciones, del invierno al verano, de las épocas de lluvia a las de sequía.

Cuando los primeros pueblos de la Antigüedad empiezan a viajar, las regularidades astronómicas adquieren todavía mayor importancia; deben contar con ellas para la orientación y la navegación. Utilizan las estrellas para saber la hora de la noche, utilizan las alineaciones de estrellas conocidas, así como sus ortos y ocasos, de los que se sirven a modo de brújulas.

Al principio, regulan sus calendarios por el ciclo de la Luna de 29,5 días. A este periodo de tiempo se le llama lunación y equivale al tiempo transcurrido entre dos repeticiones consecutivas de la misma fase lunar. Con el tiempo, se dan cuenta de que las estaciones climáticas se repiten después de aproximadamente unos 12 ciclos lunares, tras los cuales regresan las lluvias, la época de sembrar o de cosechar. Los pueblos agrícolas se encuentran así ligados, aún sin saberlo, a otro tipo de escala, el año solar, especialmente en las latitudes altas, donde las estaciones son muy pronunciadas, con variaciones del clima muy extremas y grandes diferencias entre la duración del día y la noche.
Tanto los pueblos nómadas como los sedentarios también necesitan saber dónde se encuentran sus hogares o hacia dónde dirigirse para buscar sus presas de caza. En suma, deben poder orientarse, y el mejor modo es, desde luego, dirigir sus ojos al cielo, ya que los astros les pueden ayudar en esa tarea. Su observación del firmamento, y de lo que en él ocurre, les permite comprobar fácilmente que el Sol sale más o menos por el mismo sitio todos los días ocultándose por la dirección contraria. Buscando la referencia de algún valle o de alguna montaña próxima que les resulte familiar, pueden fijar puntos con los que garantizar una orientación aproximada.

Aprenden así a moverse de acuerdo con la posición del Sol.
Con una observación más detallada comprueban que las salidas y las puestas de Sol varían con el transcurso del tiempo en función de la estación del año, por lo que buscan en las estrellas mejores métodos de orientación. De esta manera idean las figuras de las constelaciones. No se tiene certeza científica de si el hombre prehistórico disponía ya de representaciones de agrupaciones de estrellas, ni por supuesto de si eran como las actuales. No obstante, existen algunos estudios que proponen, a partir de argumentos ciertamente convincentes, que algunas pinturas rupestres, como las de Altamira por ejemplo, pretenden mostrarnos formas de animales que ellos creían ver dibujados en la bóveda celeste, a modo de las constelaciones tal como hoy las conocemos.

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