El campo magnético terrestre

El campo magnético de la Tierra es el único apreciable entre los cuerpos del interior del sistema solar: frente al campo magnético de Venus o de la Luna, casi despreciables, el terrestre es 180 veces más intenso que el de Mercurio y 670 veces más que el de Marte.
El origen del campo magnético se encuentra en los movimientos convectivos del material metálico del núcleo terrestre y se supone que fue inducido por el campo magnético solar. Es decir, la electricidad generada por el movimiento del fluido metálico, en el campo magnético solar preexistente, dio origen a un campo magnético propio.
En una aproximación, podemos imaginar la Tierra como si fuera un potente imán, donde el flujo magnético circula del polo norte al sur magnético. Estos polos no coinciden exactamente con los geográficos, sino que el hipotético imán está desviado unos 11,5 grados respecto al eje de rotación de la Tierra. En el exterior, el campo magnético queda confinado en un volumen que rodea al planeta: la magnetosfera, que se altera debido al persistente viento solar.

El viento solar está formado por protones, núcleos de helio y electrones procedentes de la atmósfera solar, que salen lanzados al espacio a gran velocidad e impactan contra nuestro campo magnético.

La presión ejercida por el viento solar comprime el campo y lo deforma, haciendo que adopte una forma similar a la de un cometa: la parte directamente enfrentada al Sol se comprime hasta unos 10 radios terrestres, mientras que la parte opuesta al Sol se alarga, formando una cola que se extiende a más de 1.000 radios terrestres.

Nuestro campo magnético tiene un interés inmediato para la vida, ya que actúa como un escudo protector frente a las radiaciones que vienen del exterior. Estas radiaciones, altamente ionizantes, llegan a la Tierra y «chocan» con el campo magnético, que desvía la mayor parte de ellas hacia el exterior del planeta (igual que un escudo desviaría una flecha). Sin el campo magnético, las partículas y la radiación llegarían masivamente a la superficie terrestre, alterando la materia orgánica y, por tanto, perjudicando a los seres vivos. La presencia del campo magnético hace que las pocas partículas que consiguen penetrar a través del escudo sean desviadas hacia los polos, en donde ionizan los gases atmosféricos, creando hermosos efectos de luz y color: las auroras (boreales o australes, dependiendo de que se produzcan en el hemisferio norte o sur).

Las auroras se producen cuando los electrones del viento solar reaccionan con los gases atmosféricos, a más de 100 km sobre la superficie de los polos: cuando los electrones de alta energía chocan con los componentes de la atmósfera, les ceden a éstos parte de su energía; posteriormente, los átomos excitados se desprenden del exceso de energía emitiendo radiación, parte de dicha radiación corresponde a la zona visible del espectro. Por ejemplo, el oxígeno emite luz verde, mientras que el nitrógeno la produce rosa; esta luz viajará recorriendo la alta atmósfera polar y constituye la parte visible de la aurora.

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