Los primeros astrónomos

Las raíces de la astronomía se remontan a las observaciones realizadas por nuestros antepasados de la era glacial, hace unos 30.000 años. Con una existencia basada en la caza y la recolección, los antiguos humanos seguían las estrellas como si se tratara de una presa, y predecían los cambios estacionales gracias a las mudanzas celestes.

Solo podemos imaginar cuándo empezaron los intentos de nuestros ancestros por comprender el cielo. Los arqueólogos han encontrado en Europa lo que podrían ser calendarios lunares tallados en hueso hace más de 30.000 años, en la era glacial. Numerosos monumentos alineados con los cielos datan de épocas más recientes, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, y no permiten dudar que los pueblos antiguos estudiaban el Sol, la Luna y las estrellas.
Al tener un contacto más cercano con la naturaleza, aquellas gentes percibían el camino diario del Sol y su recorrido anual con el paso de las estaciones. El movimiento más veloz de la Luna marcaba ritmos más breves dentro del año, como en el caso de los indios norteamericanos: estos pueblos llamaban a la Luna nueva de febrero «Luna del hambre», en tanto que la de julio se denominaba «Luna del trueno» o «Luna del heno». Los movimientos del Sol, la Luna y las estrellas proporcionaban un reloj y un calendario que, aunque imprecisos según nuestros patrones, se ajustaban a las necesidades de los cazadores recolectores.

Stonehenge, piedras alineadas por los primeros astrónomos

LA MORADA DE LOS DIOSES

Cuando hablamos de morada de los Dioses, nos referimos a las constelaciones.
El cielo tenía también otros usos. Aunque los indicios arqueológicos sean escasos, parece probable que para los pueblos antiguos el cielo fuera el reino de los dioses, y que los movimientos de los cuerpos celestes recibieran explicaciones
religiosas. Los humanos tienden a percibir patrones en el mundo que los rodea, y era natural organizar las estrellas, dispersas aleatoriamente, en grupos con significados que reflejaran sus creencias.
También, en un tiempo en que no se conocía la escritura, las personas debían confiar el conocimiento a la memoria. Un libro de relatos escrito en el cielo ayudaría a todo el mundo a recordar las leyendas que daban sentido a sus vidas. Las constelaciones más antiguas (grupos arbitrarios de estrellas) surgieron sin duda de estas mitologías. Pero la identidad de las primeras figuras celestes que desfilaron sobre el mundo se han perdido con los pueblos que las nombraron por primera vez.

LAS CONSTELACIONES TOMAN FORMA

La observación del firmamento recibió un gran impulso cuando surgieron las primeras civilizaciones agrícolas hace alrededor de 10.000 años en Mesopotamia, esa tierra fértil entre los ríos Tigris y Éufrates que ahora ocupa Iraq. Como los cultivos se rigen por las estaciones, el conocimiento de los incesantes ritmos celestes adquirió aún más importancia como medio para determinar las épocas idóneas para la siembra y la cosecha.
Las constelaciones más antiguas que han llegado hasta hoy pueden datar de aquellos tiempos. Las figuras que conocemos como Leo, Tauro y Escorpio empezaron a mencionarse en inscripciones mesopotámicas del tercer milenio a. C. Estas constelaciones señalaban puntos significativos en el recorrido anual del Sol por el cielo: aquellos en los que salía y se ponía al este y al oeste, así como aquellos otros en que alcanzaba posiciones extremas al norte en verano y al sur en invierno. Tales posiciones constituían momentos cruciales en el año agrícola.

EL ZODIACO

Los antiguos observadores del cielo llegaron a percibir también que el Sol y la Luna parecen desplazarse atravesando
12 constelaciones destacadas, las que más tarde recibirían el nombre colectivo de zodiaco. Decidieron que ésa fuera la morada de las deidades solar y lunar. Había además otras cinco estrellas «especiales» que recorrían el zodiaco, y cada una de ellas se consideró la residencia de un dios. Hoy sabemos que se trataba de los planetas, una palabra que deriva del término griego para «errante».
El zodiaco era también el lugar donde ocurrían los eclipses, sucesos poco frecuentes y muy temidos en los que la Luna se tornaba de un siniestro color cobre, o la luz del Sol se extinguía por un tiempo que se antojaría eterno a los observadores.

 

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